Octubre abrió una puerta, para algunos hacia el pasado (pues nos hizo repasar el espíritu y horizonte de los últimos 30 años); a otros nos dirigió a un sótano (pues implicó hablar de aquello que preferíamos dar por olvidado o invisibilizar); para unos pocos, la puerta que se abrió conducía necesariamente a toparse con una bifurcación política, a saber, decidir qué futuro tomar. Sea cual sea el caso, la insurrección nos trajo de vuelta a hablar y a mostrar lo incómodo, y así ocurrió. Hoy, en medio de la pandemia que nos sumerge cotidianamente a horizontes breves, parece que la Derecha retorna a hablar de sí misma. Parece.
Aquello de lo que se habla supone reconocer números e identidades, tal vez énfasis. Se habla, pero no se dialoga. Se habla en tanto se querellan unos contra otros, unos se visten de blanco, otros de corbata, y algunos incluso de jeans. Cuesta separar los intereses en las variadas lenguas que visten a los participantes. Pero más confuso aún resulta encontrar una gramática común que, al menos, nos indique las condiciones de posibilidad de reunir aquello que los diferentes fragmentos quieren que la Derecha sea.
Se habla y no se dialoga, se querellan y no se reconocen ni juntan. En rigor, se busca hablar de lo que se quiere, se busca, por ende, tomar una posición e impulsar intereses. Esto preocupa en tanto aquello de lo que todos hablan resulta sintomático de una negación que ha rondado hace ya tiempo las discusiones al interior de eso que llamamos Derecha.
Resulta difícil entonces no caer en la misma dinámica de hablar sin esbozar una crítica y menos aún sin tomar una postura. Por eso parece conveniente advertir que, tan importante como describir o acusar las Derechas que habitan en crisis, sería permitir (entre otras cosas) abrir reflexiones y preguntas sobre la posibilidad de que ―precisamente a causa de una ausencia de gramática común― sean las hegemonías las que estén en crisis y, de paso, estén infectando a la Derecha.
Pero lo que podríamos intentar hacer es hablar de aquello que han ocultado los hablantes y, dado que las diferentes convicciones parecen caídas en un laberinto que conduce a cualquier lado menos a un diálogo, bien se podría intentar compartir algunas preguntas (después de todo, preguntar también expresa disconformidad). Por ejemplo, ¿en qué sentido resulta un avance proponer superar el discurso de guerra fría volviendo a narrativas decimonónicas que parecen inadvertidas del conato destituyente que atravesamos?; ¿Qué condiciones de posibilidad existen para construir un acuerdo post transicional sin asumir una postura moral respecto del germen que marcó todo ese período histórico? Es más, ¿sobre qué andamiaje sociopolítico se soportan esas nuevas comuniones elitarias que buscan sellar un camino post transicional?; precisamente en pos de un proyecto político que una al sector, ¿conviene imponer límites a las definiciones pragmáticas de algunos actores?; finalmente, ¿podemos afirmar que resultan evidentes las identidades (e intereses) de las plumas que pretenden participar en el debate por librar una narrativa de Derecha?
Lo extraño es contrario a lo familiar. No hablar de aquello que nos parece incómodo supone una negación. La pregunta que surge entonces es ¿hasta dónde puede resultar fructífera una discusión que niega lo que realmente inquieta? Freud llamó a esto Lo siniestro.