Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 8 de julio de 2023
Resulta inevitable por estos días referirse al denominado “caso convenios” debido al fuerte impacto público que ha tenido y a sus, por ahora, imprevisibles consecuencias. Lo que sí, a mi juicio, pudo evitarse son las circunstancias que rodean este caso y que hicieron posible que se asignaran ingentes recursos fiscales a entidades colaboradoras que los destinaron a un uso aun no esclarecido. Y ya que por estos días el Consejo Constitucional realizó dos rondas de audiencias, primero para recibir a especialistas –donde la probidad fue tema– y luego a personas interesadas en participar y aportar en este proceso, y ya que el próximo 17 vence el plazo para presentar enmiendas al anteproyecto que discuten, resulta oportuno discutir sobre avances en integridad pública.
Luego que el primer caso se extendiera a diversas regiones replicando sus características, el Gobierno reaccionó formando una comisión para abordar el actualmente espinudo tema de las transferencias que realiza a entidades privadas para la implementación de políticas públicas. Probablemente esta comisión propondrá perfeccionamientos regulatorios y medidas administrativas muy adecuadas. ¿Esta es la solución? En los últimos 30 años, desde el primer paso que se dio al crear la Comisión Nacional de Ética Pública en 1994, se han dictado decenas de normas y se han modificado otras tantas que han contribuido a generar un ecosistema de integridad pública. Las más relevantes, a mi juicio, la Ley de Alta Dirección Pública de 2003, la Ley de Transparencia de 2008, la Ley de Lobby de 2014, la Ley sobre prevención de los conflictos de intereses de 2016 y la Ley sobre prevención, detección y persecución de la corrupción de 2018, entre muchas otras que abordan el problema de manera preventiva o coercitiva y desde distintos enfoques. A pesar de estos significativos avances, situaciones como el “caso convenios” siguen ocurriendo, así como también otras de índole similar –por ejemplo, en el ámbito municipal– donde el común denominador parece ser la pretensión de aprovecharse o apropiarse de recursos fiscales. Por ende, es pertinente cuestionar si estuviera vigente un marco regulatorio más robusto que el que tenemos hoy, acaso este habría sido eficaz para evitar que estas situaciones sucedieran o al menos disminuir las probabilidades de ocurrencia.
En el “caso convenios” lo que se observa a simple vista es una concertación entre personas vinculadas por lazos de pertenencia política para obtener recursos del Estado y destinarlos a un propósito distinto del declarado. Esa es la impresión que queda de la información que se conoce: convenios en que el Estado transfiere recursos públicos a entidades privadas mediante trato directo, es decir, evitando convocar una licitación pública; selección de entidades que no tienen experiencia comprobable en el ámbito de acción para el que se les transfieren recursos, ya sea porque se han constituido recientemente o porque se dedican a otras cosas; fraccionamiento del traspaso de los recursos a montos que permiten evitar el control previo de Contraloría; vínculos de cercanía, de diverso tipo, entre quienes autorizan los convenios y quienes participan en las entidades receptoras de los recursos; etc.
¿Pudo algo de lo anterior evitarse con una mejor regulación? Ciertamente. Pero también es cierto que aquí parece haber un modo de operar que intentaba precisamente evitar la aplicación de regulaciones ya existentes. Por ende, el perfeccionamiento normativo del ecosistema de integridad pública debe complementarse con una mayor disposición y proactividad de las autoridades para disponer los controles internos que detecten y alerten cuando alguien intenta evitar regulaciones, procedimientos o controles. Y esto último podría haberse hecho sin necesidad de dictar ninguna norma. Bastaba tener la voluntad política para hacerlo. Incluso existen software –como los que usan los bancos para prevenir fraudes– a los que se pudo recurrir preventivamente. Es curioso que esta voluntad haya flaqueado en quienes, desde sus orígenes, han presumido de ser portadores de una superioridad ética.
En el plano de las sugerencias que podría recoger el anteproyecto constitucional podría plantearse extender la aplicación del principio de transparencia –que actualmente solo obliga a los Órganos del Estado– a entidades privadas en dos situaciones bien precisas. Primero, cuando éstas realicen funciones públicas por derivación, como es el caso de las corporaciones municipales, a las que hasta ahora solo por vía jurisprudencial se les ha podido aplicar dicho principio y las obligaciones que trae aparejadas. Segundo, cuando reciban o administren recursos públicos con el objetivo de implementar o colaborar en una política pública. Este es el caso que alcanzaría a las entidades involucradas en el “caso convenios”. Con todo, hay que advertir que, si esta sugerencia estuviera vigente hoy, solo habría actuado por inhibición ante la posibilidad de enfrentar un escrutinio público posterior. Es decir, no habría evitado lo que sucedió, pero si habría disminuido su probabilidad de ocurrencia. Y, además, permitiría un escrutinio social que eleva las opciones de detectar situaciones anómalas porque, seamos claros, el “caso convenios” no fue detectado por instancias formales de fiscalización sino por la denuncia de funcionarios que conocieron la situación.
En el ámbito del control interno de los organismos públicos, adicionalmente, podría constituirse alguna instancia, como un consejo autónomo, que fije el marco de lo que se puede y lo que no se puede hacer en materia de convenios de transferencia de recursos fiscales a entidades privadas colaboradoras y, eventualmente, que concurra a su autorización previa. Por ejemplo, en el caso de las asignaciones que reciben los diputados y senadores, actualmente existe un Consejo Resolutivo de Asignaciones Parlamentarias, autónomo, que fija los parámetros de aquello en lo que se puede gastar. Y nótese que los recursos de que disponen los legisladores son una fruslería si se los compara con los montos involucrados en uno solo de los convenios cuestionados por estos días.
Lo que resulta muy contraintuitivo es que a sola firma de un secretario regional ministerial se sigan transfiriendo recursos fiscales a entidades privadas para la implementación de políticas públicas porque –aun cuando no sean situaciones asimilables al “caso convenios”– a veces son muy controversiales y solo obedecen a la agenda ideológica de un gobierno o incluso a las obsesiones de quien autoriza el convenio. Solo por vía ejemplar y asumiendo que los fondos se destinan al fin loable que se declara, no es lo mismo transferir recursos públicos a entidades que colaboran para que las personas superen diversas vulnerabilidades, que hacerlo a otras que promueven determinadas agendas valóricas y, encima, lo hacen mediante representaciones de dudosa estética.