Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 25 de noviembre de 2023
El ciclo político constitucional al que entramos en octubre de 2019, surgido de la incontenible violencia que estalló por esos días, ha estado marcado por la ausencia de un lenguaje común. El significado de un texto —en este caso la propuesta constitucional— parece estar abierto a la imaginación de cualquiera. El problema radica en que si todo queda al arbitrio de todos, entonces se esfuman las certezas y el diálogo se hace imposible porque lo común desaparece. Es un síntoma de la magnitud de la crisis en la que seguimos entrampados. Esta laxitud hermenéutica que predomina en las izquierdas ha sido una constante en ambos procesos, pero con el paso del tiempo se ha vuelto crónica.
Estamos en pleno desarrollo de la campaña para inclinar a la ciudadanía a apoyar o no el nuevo texto constitucional propuesto por el Consejo. Si bien ambas opciones, a favor o en contra, son plenamente legítimas, no lo es provocar incertidumbre entre los votantes con afirmaciones que carecen totalmente de fundamentos. Una cosa es que, de buena fe, se pueda interpretar de una determinada manera una cierta norma o se planteen escenarios políticos o económicos que, a juicio de quienes los presentan, tendrían eventuales efectos negativos o que pueden no gustarles por cualquier razón, pero otra bien diferente es declarar falsedades sobre la propuesta constitucional asegurando que incluye normas que no están en su texto o pretender que aquéllas que sí están podrían tener efectos que en ningún caso pueden tener.
La franja de propaganda televisiva de la opción “En Contra” —que impulsan distintos conglomerados de partidos de izquierda— está plagada de estas falsedades. Más que entregar información, su propósito parece ser manipular o incluso sembrar pánico entre los votantes. Ejemplos abundan. Veamos algunos.
Afirma que el nuevo texto constitucional permitiría “arreglines entre las grandes empresas” aludiendo a los casos de colusión surgidos en los últimos años. ¡Sorprendente! Son casos que ocurrieron bajo el actual estatuto constitucional y que pueden repetirse bajo la vigencia de cualquiera texto porque no dependen de las bondades de éstos sino de la adhesión normativa y ética que exhiban en su comportamiento los agentes económicos. Pero, además, la propuesta nueva —a propósito del derecho a desarrollar cualquier actividad económica— avanza enfatizando que es un deber del Estado promover y defender la libre competencia.
Sobresalta a la audiencia anunciando que “nadie quiere que le roben sus ahorros”, como si el texto propuesto favoreciera este ilícito. Es ramplonamente evidente que nadie quiere esto, pero la frase resulta curiosa y cínica en boca de quienes impulsaron —desde sus respectivas trincheras y con denodado ahínco y fervor ideológico— la aprobación de la propuesta anterior que, felizmente, fue rechazada en septiembre, puesto que si hubo un texto que expuso los ahorros previsionales a recibir un “manotazo” estatal fue precisamente el de la Convención. Recordemos al efecto la frase, tristemente célebre, que pronunció un convencional de la época para advertir a la ciudadanía lo que se les venía: “No es tu platita”. El nuevo texto, en cambio, es categórico y tajante al establecer que cada persona tendrá propiedad sobre sus cotizaciones previsionales y los ahorros que éstas generen.
Acusa, recurriendo a una retórica rimbombante y saturada de hipérboles, que el texto “quitaría” derechos a las personas. Pero no señala cuáles serían esos derechos que supuestamente se suprimen y cuando se llegan a identificar se elude mencionar cómo serían afectados. Además, la propuesta —contrario a lo que dicen sus detractores— no retrocede sino que avanza en reconocer más derechos y en garantizarlos. En efecto, considera los derechos a un trato digno y servicial del Estado, a vivir en un entorno seguro, a la cultura, al trabajo decente, a la vivienda adecuada, al agua y a su saneamiento, y el acceso a bienes en forma libre, informada y segura como consumidores. Actualmente, ninguno de estos derechos se encuentra consagrado constitucionalmente.
En adición, la propuesta es más explícita que la Carta actual cuando aborda aquellos derechos que ésta también reconoce, lo que redunda en que su esencia quede mejor definida y, por ende, genere una mayor certeza en el ejercicio de estos derechos y en su defensa frente a eventuales regulaciones que los afecten o limiten. Es el caso, por ejemplo, de los derechos a la salud y a la educación.
En suma, es absolutamente legítimo tener diferencias políticas con el contenido del texto. Pero otra cosa muy distinta —e impresentablemente poco democrática— es inventar un contenido que simplemente no existe con el propósito de proclamar consignas que solo confunden o alarman a la ciudadanía.