La aprobación del gobierno viene a la baja desde hace algunas semanas. Las causas abundan: inquietud por las expectativas, cobro por cambio de medidores, sobre exposición del presidente, etc. Más allá de la relación amor-odio con las encuestas, es claro que a ninguna administración le agrada aparecer con un alza en desaprobación. Hasta ahora, la mayoría de las causas que se atribuyen apuntan a conflictos contingentes que han desviado la agenda. Sin embargo, convendría hacer un esfuerzo por observar lo que hay de constante en cada coyuntura para poder así orientar algunas decisiones. A juicio propio, es dable observar un cambio en la expresión de la conflictividad.
Dicho cambio se ve afectado, de un lado, por un clima social en que la apelación a las emociones subjetivas cada vez gana más terreno. Al introducirnos en un imaginario sociopolítico gaseoso y fragmentado, fue la representación política tradicional la que evidenció rápidamente el golpe a través de la sospecha hacia los horizontes globalizantes de la política, cuestión que a la vez ha venido afectando el sentido y valor de diferentes instituciones. Este escenario ha abierto paso a la proliferación de las aspiraciones individuales expresadas desde una matriz fuertemente emocional. Esto explica que los diferentes discursos políticos, indiferente del sector, se vean hoy resignados al affaire entre poder e imagen. Así las cosas (para bien o para mal), se hace difícil obviar la importancia de las percepciones subjetivas y la carga emocional con que se hace la política.
De otro lado, tanto el divorcio de los acuerdos transicionales, como el déficit de liderazgo público de los partidos políticos y la falta de articulación de la oposición, han generado las condiciones de posibilidad para que los malestares se expresen a modo de micro-conflictos. Así, la irrupción estacionaria del “caso medidores”, por ejemplo, no debe ser leída como una excepción. De aquí en más deberíamos acostumbrarnos a que los conflictos y malestares seguirán siendo itinerantes y con una fuerte carga subjetiva. Lo clave ahí es lograr dar con el factor común que los sedimenta en la opinión pública para luego ofrecer un diseño en clave política (antes que técnica) que, a partir de la comprensión un mapa de las percepciones y potenciales conflictos, posibilite introducir los capitales simbólicos propios.
Si aceptamos que la constante que parece avizorarse guarda relación con la reinstalación mediática de la percepción de abuso, entonces la respuesta del gobierno debe superar el horizonte de modernización ofrecida hasta ahora. Este malestar no espera una respuesta que emane desde las lógicas de la discursividad técnica. Dicho de otro modo, la disputa política no pasa por transmitir la idea de modernizar servicios ni hacerlos más eficientes, sino por lograr que sean percibidos como tal, a disposición real de las personas.
Ante un escenario de minoría en el congreso y de acefalía opositora, el gobierno bien podría reforzar los intentos aliancistas con las percepciones de la ciudadanía a partir de un discurso y estrategia cuya riqueza política sea capaz de advertir y canalizar la carga emocional de los malestares subjetivos, carentes hoy de actores sociales que los representen. Un inicio deseable para rehidratar los horizontes propuestos por ChileVamos implicaría desplegar los liderazgos que habitan en los partidos oficialistas como también incluir en el gabinete actores cuyo valor simbólico sea conectar porosamente el discurso oficialista con estas nuevas formas de expresión.