Por Jorge Jaraquemada
Publicado en CNN Chile, 2 de marzo de 2023
En menos de dos semanas se cumplirá un año de gobierno de Gabriel Boric. El verano pasado, por estas fechas, en medio de un ambiente estival y carnavalesco, los medios de comunicación fijaban su atención en la “pinta” del presidente electo, el sándwich de su preferencia o lo cool que resultaba el barrio donde se instalaría. A falta de festival, la política devino rápidamente en espectáculo. De hecho, la sede que ocupó durante enero y febrero de 2022 para diseñar su arribo a palacio -la llamada “Moneda chica”– en algo nos recordaba el Hotel O’Higgins de Viña del Mar. Ahí Boric firmaba autógrafos y era esperado por seguidores expectantes de lo que pudiera lograr su gestión una vez asumiera. En la medida que se acercaba el 11 de marzo, el presidente electo y sus cercanos -en medio de una crisis como la que atravesábamos (y de la que aún no salimos)- apostaron a ofrecer una puesta en escena saturada de simbolismos y alta costura. Una vez asumido el nuevo gobierno, la decepción fue casi inmediata. Peor, aún no cesa.
Después de la ceremonia de cambio de mando, las primeras declaraciones de Gabriel Boric marcarían lo que se convirtió, al poco tiempo, en uno de los nudos más graves de esta administración, a saber, el deplorable desempeño en política exterior. Una imputación innecesaria e injusta al rey de España nos significó un problema con su gobierno y la corona. Al poco tiempo el gobierno de Chile debió disculparse con Argentina por tratar de Wallmapu la llamada Macrozona sur, dado que aquél abarca territorios de ambos Estados. Luego presenciamos la bochornosa crítica al gobierno de los Estados Unidos en presencia de su vicepresidente John Kerry y el gravísimo desaire a Israel al suspender la audiencia de presentación de las credenciales de su embajador. Por si fuera poco, el zigzagueo en materia de tratados internacionales (TTP 11 y Unión Europea), las irrespetuosas declaraciones respecto de la crisis peruana y el vergonzoso paso por la CELAC en Buenos Aires solo confirman el desprestigio en política internacional al que este gobierno nos ha arrastrado.
En una decisión tan arriesgada como mostraron los resultados, el gobierno apostó por apoyar con todos los recursos que podía -y los que no también- la opción Apruebo de cara al plebiscito del 4 de septiembre pasado. Aquello significó, en un primer momento, resolver de una vez por todas que el gobierno y el propio presidente Boric no habían abandonado su ánimo refundacional. Por el contrario, ese era su fundamento y horizonte. La discusión que rondaba en su momento sobre si existía un Boric de primera vuelta (más radical y que le hablaba a su nicho) y otro de segunda vuelta (más moderado y pragmático) quedó tempranamente aclarada. En un segundo momento, luego del contundente rechazo a la propuesta constitucional, su fallida apuesta obligó al gobierno a girar sus pretensiones refundacionales. Sin embargo, esto no es del todo claro. El nuevo gabinete no fue tanto un cambio ideológico como una desesperada búsqueda de experiencia política. Tanto Ana Lya Uriarte como Carolina Tohá pertenecen al bacheletismo que impulsó un proceso constituyente, que se jugó hasta el final por la propuesta refundacional de la Convención Constitucional y que se ha distanciado de la histórica ex Concertación. Paralelamente, la derrota del gobierno el 4 de septiembre dio paso a una soberbia ideológica que lo fue hundiendo en una desaprobación que lo ha dejado aislado de la ciudadanía. El gobierno ha pagado caro considerarse “adelantado a los tiempos”. Ningunear la decisión soberana ha sido otra decepción de esta “nueva izquierda”.
En materia educacional el panorama no es distinto. En este tópico se suponía que el conglomerado gobernante tenía preparación y autoridad. Pero otra vez las expectativas se fueron por el ducto. La inmovilidad del ministerio de educación en innovación escolar y los tristes resultados en las pruebas de medición de aprendizajes han develado el profundo daño que esta izquierda le ha provocado a la educación pública durante más de una década. La incapacidad de detener la ingobernabilidad al interior de los (aún) llamados liceos emblemáticos debe leerse como un efecto más de esa irreparable lesión causada por el frenteamplismo.
Finalmente, a casi un año de asumido, la situación de la migración irregular y la violencia en La Araucanía tampoco han cambiado. Los planes presentados han sido tardíos e invisibles. Nada de novedosos ni ágiles. Y los incendios forestales han desnudado el problema estructural y transversal del gobierno, que no les permite gobernar: su gen radical que choca una y otra vez con un principio fundamental de la democracia, a saber, rechazar la violencia.
Padecemos un gobierno que a ratos pretende parecer moderado, pero luego tira el mantel frente a reinados, potencias extranjeras y países vecinos. Pretenden parecer un “perro guardián” ante la delincuencia, pero ha coqueteado con la violencia desde que fundaron su movimiento. Ejemplos abundan: desde encuentros secretos con terroristas prófugos, homenajes a otros ya condenados, indultos y beneficios a personas acusadas de gravísimos delitos durante la revuelta que saqueó y quemó todo lo que pudo, hasta la negación de intencionalidad de los incendios forestales esgrimiendo incluso excéntricas teorías para explicar su propagación.
A días de cumplirse un año de gobierno y a pocos meses de conmemorarse 50 años de la crisis política y social que nos llevó al 11 de septiembre de 1973, en La Moneda habita una izquierda que no ha resuelto su relación con la violencia. Mientras esa pregunta no sea planteada y reflexionada con la honestidad que requiere, no podemos esperar un cambio de rumbo. Por eso, a estas alturas, un mero cambio de gabinete es casi un mal chiste.