Por Jorge Jaraquemada
CNN Chile, 29 de noviembre 2024
Hace poco más de cincuenta años, sectores conservadores y liberales decidieron trabajar en conjunto dando fruto a una alianza donde ambos grupos —unos promovían una visión del ser humano fundada en la antropología cristiana y otros una visión liberal de la economía— se respetaban mutuamente y fueron capaces de construir una nueva institucionalidad política y económica que sembró prosperidad en un contexto donde la primacía sociopolítica aun giraba en un imaginario principalmente conservador.
El liderazgo que Jaime Guzmán tuvo en esa alianza permitió que primara una visión de sociedad donde el crecimiento económico también debía tener un sentido que trascendiera lo meramente material, precisamente porque se otorgaba a las personas un lugar preponderante y, consecuentemente, se ponían la economía y el Estado a su servicio.
Aquel ciclo fue virtuoso y se impregnó en nuestra sociedad. De hecho, en los recientes procesos constitucionales el rol del Estado y de las familias en la educación de sus hijos fue uno de los factores medulares en los nudos de discusión que separaban izquierdas de derechas.
Una vez asesinado Jaime Guzmán, la UDI se encargó de mantener su legado de ideas a través de una homogeneidad que se expresaba en gestos, como votar de pie en el Congreso, y sobre todo en sostener una posición colectiva clara y única como partido político.
A medida que avanzaron los años, la Concertación impulsó sin retroceder una agenda progresista que implicó abrir debates sobre esos valores que hegemónicamente representaba la derecha. De este modo, la convivencia entre liberales y conservadores fue abriendo paso a la expresión de diferencias que daban cuenta de que la “guerra fría” había finalizado y que la palabra libertad ya no era suficiente para construir un relato político. La centroizquierda sabía esto, tanto como que la caída de los socialismos reales debía empujar su propia moderación.