«Chile cambió» ha sido una frase tan usada que por momentos parecía vaciarse de significado. De hecho, desde el 18 de octubre se radicalizó más y comenzó a repetirse (como loro): “Chile despertó”. Sin embargo, no sólo la política es dinámica, los tiempos que vivimos y el mundo que habitamos también lo son. Quién diría que la polarización que venía contaminando todos los espacios de nuestra vida, de un momento a otro, quedó reducida fáctica y simbólicamente.
Los últimos meses nuestra democracia se venía desdibujando a pasos agigantados, las instituciones tambaleaban, los tecnócratas se estaban jubilando y eran reemplazados por sofistas, la confianza era apenas un lejano recuerdo, y los liderazgos no encontraban espacio en el collage en que se había convertido nuestro sistema político. Por lo mismo, resulta tragicómico recordar el estadio indómito del “estallido” como un pasado congelado, es decir, suspendido. Transitábamos a paso firme hacia una radicalización política que re-articulaba a moros y cristianos (ediles y ex carabineros incluso) en torno nuevas cadenas que amenazaban las identidades de los diferentes sectores; claro pues, la carencia de líderes y del valor de la autoridad dejaban a los partidos y a los distintos bloques sumidos en un presentismo errático.
Pero la pandemia cambió el paisaje, la cuarentena vino aparejada con una suerte de “epojé”. Hemos vuelto -sin esfuerzo alguno- a escuchar a la ciencia. La tecnocracia vuelve a vestirse de corbata y no para de emitir comunicados que todos escuchamos con celosa atención (como cuando nos sentábamos junto a nuestros padres a mirar el noticiero central). No es temerario afirmar entonces que Chile volvió a cambiar. La polarización política súbitamente dejó de dar rédito, los toques de queda se acatan, los proyectos de ley y acuerdos fluyen a velocidades poco vistas. Pero además, el concepto de autoridad y la política tienen hoy una nueva oportunidad, en tanto tienden a ser miradas como sinónimos de colaboración y cuidado. Las personas estamos volviendo a mirar al vecino y a preocuparnos por el resto de la sociedad, pero también a valorar aquellos estándares que alcanzamos con el esfuerzo de décadas, y que algunos creían (ilusamente) que eran privilegios.
De este modo, los antagonismos han quedado suspendidos por la necesidad de unión, colaboración, solidaridad, altruismo, y sobre todo de ayuda hacia quienes enfrentarán con menos posibilidades esta crisis sanitaria y económica que se avecina. La tendencia, al menos por un tiempo, será al orden, lo demás se inscribirá (el sentido común se ocupará de eso) en la dimensión voluntarista. Los intentos de polarización no deberían tener espacio para proliferar. De otro modo, aun cuando no cesarán los conatos que busquen visibilizar la realidad de diferentes conflictos políticos que habíamos asumido como “derechos sociales”, nuestros estándares mutarán y obligarán a concentrarnos en salir del mejor modo de esta catástrofe. Por ende, resultará difícil elevar por un tiempo la conflictividad (en clave “estallido”) a una dimensión política fuera del orden que controla la institucionalidad.
Salvo una muy mala gestión y un sobregiro soberbio de la tecnocracia (por eso debe estar subordinada al oficio político), deberíamos regresar por un tiempo a los relatos modernos: nación, patriotismo, orden, colaboración, disciplina, certezas, progreso, etc.
El “superhombre” que hasta hace poco se bastaba a sus propias convicciones para cambiar la realidad, queda suspendido, al menos hasta que aparezca un antídoto.