Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 28 de octubre de 2021
El Reglamento General y el de Participación aprobados por la Convención Constitucional establecieron como parte del procedimiento para generar una propuesta de nuevo texto constitucional, un mecanismo de plebiscitos dirimentes intermedios. De esta forma, la Convención se atribuyó la facultad de someter a la ciudadanía la decisión final de incluir o no en su propuesta aquellas normas constitucionales que no hayan alcanzado el quórum de dos tercios de los convencionales constituyentes en ejercicio, pero que si hayan logrado tres quintos. Con ello insiste en la conducta que ha venido evidenciando desde su instalación, cual es arrogarse atribuciones que no posee y hacer caso omiso de las reglas a las que se debe someter el proceso de generación constitucional.
Incluir estos plebiscitos dirimentes infringe el inciso cuarto del artículo 133 de la Constitución, que establece: “La Convención no podrá alterar los quórum ni procedimientos para su funcionamiento y para la adopción de acuerdos”. En efecto, los plebiscitos alteran sustantivamente el procedimiento de funcionamiento de la Convención, pues en la Carta vigente no están contemplados dichos plebiscitos como un mecanismo que permita aprobar normas concretas que no hayan alcanzado el quórum de dos tercios en el pleno de la Convención. Si las normas no logran alcanzar ese quórum simplemente deben entenderse rechazadas. La decisión de utilizar plebiscitos dirimentes es una manera oblicua y tramposa de forzar la aprobación de una norma que no ha tenido el respaldo suficiente entre los constituyentes.
Esta decisión de la Convención constituye un vicio esencial que contraviene el principio de juridicidad, que es el que establece límites al poder y al ejercicio de la soberanía, y supone la sujeción de los órganos públicos al ordenamiento jurídico, es decir, al derecho y, ciertamente, al texto constitucional vigente. Es la lógica de un Estado de Derecho donde el poder está subordinado a la Constitución. Y el mandato de la Convención es prístino y único: redactar y aprobar una propuesta de texto de nueva Constitución. Sus competencias y atribuciones son acotadas y están expresa y taxativamente señaladas en la actual Constitución con ese objetivo preciso. La Convención no es un órgano soberano (aunque algunos constituyentes así lo crean) que pueda actuar sin someterse a las limitaciones que le impone el derecho, de manera que, al decidir que pueden plebiscitarse las normas que no hayan logrado ser aprobadas por dos tercios, la Convención se atribuyó la facultad de modificar sus procedimientos, actuó fuera de su competencia y se desvió del fin que le establece la Carta vigente. Es decir, incurrió en un vicio que debiera traer aparejada la nulidad de derecho público.
Esta extralimitación de facultades de la Convención debió haber sido denunciada ante la Corte Suprema a través de un recurso de reclamación. Sin embargo, la interposición de este recurso especial requería que 39 constituyentes lo suscribieran y sólo se logró aunar las voluntades de 38: todos los representantes de Chile Vamos y el independiente Rodrigo Logan. Ningún otro constituyente estuvo dispuesto a recurrir al tribunal supremo para que se pronunciara y eventualmente corrigiera esta situación que configura un abierto agravio al Estado de Derecho. Ni los Atria ni los Bassa, pero tampoco los Squella ni los Harboe. En el olvido quedaron frases recién pronunciadas en el debate previo, tales como “si se pasan a llevar los 2/3 se acaba la Convención”. Ninguno de ellos siquiera estuvo dispuesto a recurrir a la Corte Suprema. Recaerán en sus hombros las consecuencias que este nuevo y pésimo precedente de saltarse las reglas del juego (que ya se está haciendo cotidiano) pueda traer al país.