Las conmemoraciones de muerte de figuras públicas a veces son intempestivas. Aquello depende del contexto social con que coincida y cómo se relaciona con dicha figura. Al cumplirse 27 años de la muerte Jaime Guzmán, el último (acaso no el más importante político ilustrado de derecha capaz de pensar un proyecto de sociedad para Chile), la coyuntura parece correr con vientos contrarios. Para aclarar esta suposición, conviene recordar breve y gruesamente la esencia de dicho planteamiento.
Si bien la propuesta guzmaniana nace enlazada a una innegable coyuntura epocal (amenazada tanto por el individualismo, como por el colectivismo), su tablado doctrinario supera la temporalidad y responde a una tradición filosófica-cristiana, la cual ofrece una cosmovisión que desde una antropología que reconoce la sustancialidad y trascendencia de los sujetos, permite comprender el sentido ético de la vida en sociedad y el rol del Estado.
Esto permite afirmar a Guzmán que las distintas organizaciones sociales, además de su cada vez mayor pluralidad, comparten en realidad un derrotero unitario, producto de dicha naturaleza substancial. Por lo mismo, la esencia teórica que envuelve su pensamiento (la subsidiaridad), guarda un estrecho vínculo con el bien común y con la necesidad humana de alcanzar la mayor perfección posible a través de la vida en sociedad, y no mediante la insularidad de sus diversas partes individuales. Esto pues, el bien común en el que se inspira el Estado, consiste en permitir y fomentar que todos los individuos o asociaciones que integran la sociedad puedan alcanzar su propio fin en la mayor medida de lo posible, socorriéndolo en aquellas cuestiones que por sí mismas no puedan realizar.
Sin embargo, la propuesta de Guzmán se ve hoy friccionada y amenazada por la explosión de la crisis del sujeto antropológico y la pérdida de significación del lenguaje, cuestión que decanta en una pragmática política que se opone a toda condición pre-constitutiva de los sujetos (naturalezas, verdades) que intenten dialogar con instituciones, tejidos sociales y cuerpos intermedios que supongan la aceptación de algún «telos» o proyecto común. La polis líquida parece quedar atrás para dar paso al ciudadano gaseoso, cuya identidad se evapora a la velocidad que varían sus afectos.
Sin embargo, esto mismo resulta útil para adelantarnos a pensar que el proyecto de Guzmán aporta aún insumos referenciales en los actuales debates, considerando que estos giran en gran parte sobre distintos horizontes sociales que se proponen, y en los que ciertamente está en juego tanto el orden social como el rol del Estado.
En efecto, la subsidiariedad –centro de gravedad del pensamiento guzmaniano- puede operar como un dispositivo eficiente para hacer frente a la actual fragmentación y debilitamiento de la concordia política que debilita a las sociedades. Desde la subsidiariedad se pueden destrabar puertas a los distintos conflictos contemporáneos, dado que al permitir y fomentar este marco organizacional la posibilidad de realización y desarrollo de los diversos proyectos en libertad -sin perder de vista el fin general de la vida en sociedad-, puede ser considerado un aporte o incluso parte constitutiva del bien común.
Considerando los conflictos y desafíos que enfrenta hoy nuestra sociedad, y las respuestas hasta hoy ofrecidas por los distintos sectores al respecto, las ideas de Guzmán son necesarias para enfrentar los debates. El interés que sigue generando su pensamiento, permite suponer no sólo que sigue ocupando un espacio de referente intelectual, sino que además su planteamiento aún no es superado.