En una entrevista el domingo recién pasado, el ministro de Salud Jaime Mañalich -a estas alturas la expresión simbólica por excelencia del paréntesis en que nos encontramos (sus anuncios se cargan de una dramaturgia que evidencia el poder de los lenguajes de la ciencia médica)- manifestaba su preocupación por el Chile que se viene, dado que la excepcionalidad que atravesamos, producto de la pandemia, pasará. Lo que ocurra luego es difícil asegurar, pero se puede mirar algunas señales para reflexionar sobre potenciales escenarios.
La insurgencia nacida el 18 de octubre generó un remezón en el centro de gravedad del sistema político en tanto afectó profundamente el andamiaje sobre el cual se ejercía el poder, a la vez que el Estado de Derecho estaba en la UTI. Dicha constatación resulta necesaria recordar, pues este paréntesis pandémico puede generar una suerte de fiebre amnésica capaz de nublar a algunos actores de lado y lado. Claro, pues de pronto parece ser que algunos olvidan que esta vuelta a los imaginarios modernos (orden, anhelo de progreso y certezas, protagonismo de los Estados) se debe al estado de excepción en que nos encontramos.
El post operatorio dependerá mucho de lo que se intervenga, cómo se haga, y el estado en que entramos (y salgamos) de pabellón. Lo primero que deberíamos considerar entonces es que la crisis de nuestras elites, principalmente política, abrió una grieta entre el poder y las multitudes que -a la vista del desorden de ediles y parlamentarios- no parece estar cicatrizando. De otro modo, si hay algo que mostró la calle durante los meses previos a la pandemia fue su desprecio por los acuerdos, y con ello el desacato a todo “retorno a cualquier normalidad”. Así las cosas, suponer que un acuerdo transversal entre presidentes de partido, en medio del paréntesis pandémico, por sí mismo mermará la violencia o logrará mágicamente devolvernos al orden político de los 90, parece un error -por mucho que algunos extrañemos los logros de aquella década. Los mismos que hoy proponen transportarnos a la democracia de los acuerdos exponen déficit para liderar el fraccionamiento al interior de sus propios partidos. Por lamentable que sea, nuestra clase política no cuenta con un Don Francisco que logre re-unir nuestra sociedad.
Otro elemento a considerar es la efectividad de las medidas que se adopten para paliar la crisis económica que se avizora. Las empresas y las familias evaluarán esta gestión en virtud no solo de la liquidez que reciban, sino de la eficacia del Estado de llegar oportunamente y con transparencia, y en eso, la a oposición a ratos ha jugado a tensionar la escena haciendo uso de su poder parlamentario y comunicacional para golpear la eficacia del gobierno en lugar de enriquecer las iniciativas.
Finalmente, parece aún muy pronto para sancionar la sociedad que tendremos después de la excepcionalidad política, pues los lenguajes de la ciencia a los que asistimos también reflejan un vértigo respecto de cómo nos relacionaremos y percibiremos después de que pase la pandemia. Y es que si bien al principio el miedo y otros motivos llevaron a tomar una actitud conciliadora y colaborativa (fin al conflicto, empatía en los trabajos con las personas de alto riesgo, etc), el cultivo por la economía de la salud observado desde hace un tiempo también podría despertar discursos de la exclusión.
La palabra dignidad, tan usada los últimos meses, volverá probablemente al centro de gravedad de los debates, en la medida que este vertiginoso escenario propicie invisibilizar algunas vidas –tan dignas como cualquiera. Detenernos en los rostros de nuestros ancianos cuando se anuncian los números de muertes, acompañado del predicado “pero era adulto mayor”, sería un buen ejercicio.