Por Jorge Jaraquemada
El domingo el mundo miraba a Venezuela. Sus nacionales eran conscientes de ello y de su rol en el proceso eleccionario. Desde el extranjero, miles de emigrantes expulsados por la miseria y el miedo a la dictadura chavista se acercaron a los escasos locales de votación que se abrieron para un número también reducido de personas. Otros miles los acompañaron embanderados en las calles de varias ciudades, incluidas las nuestras, para esperar los resultados que, de acuerdo con los estudios de opinión, serían ampliamente favorables a la oposición. La palabra que se usaba para describir el estado de ánimo de esos millones de venezolanos expectantes era esperanza. Sin embargo, la dictadura chavista se encargó, luego de una larga espera electoral, de aplastarla.
La cautelosa exigencia de transparencia que planteaba la oposición venezolana —probablemente para no irritar a Nicolás Maduro— no fue suficiente para recuperar la democracia porque lo que ocurrió el domingo no fueron solo chambonadas o chapucerías. No se trató del extravío de unos pocos votos, de unas actas que se ocultaron o de algunas urnas perdidas. Lo que pasó es que el recuento del Consejo Nacional Electoral estuvo lejos de cualquier estándar democrático.
Lo que todo el mundo observó fue que las instituciones del Estado venezolano se alinearon de manera obsecuente e incondicional para dar ganador a Maduro, demostrando —por si algún joven idealista aun creía en los nobles propósitos del chavismo— que en Venezuela no opera el Estado de Derecho ni la independencia de los poderes propia de una democracia. Simplemente se trata, aunque a la izquierda le duela escucharlo, de una dictadura.
¿Ingenuidad del pueblo venezolano? Tal vez. ¿Y qué queda ahora? Mantenerse unidos y presionar. Aunque probablemente eso no bastará, porque el horizonte del iracundo Maduro y de su gobierno de devotos ha quedado más claro que nunca. Desde la medianoche del domingo la consigna no es otra que aferrarse al poder a como dé lugar. No hay ánimo para esbozar una transición, ni entregar el poder. Mal que nos pese la dictadura chavista ya dio la vuelta completa, ha tenido tiempo suficiente para horadar, infiltrar o corromper todas las instituciones que funcionan como contrapesos en una democracia.
No obstante, los gobiernos democráticos de la región, de los países de Occidente y los organismos internacionales están llamados a condenar categórica y persistentemente el burdo e irritante fraude ocurrido en estas elecciones. Deben condenar la acción confabulada de todo un Estado con señales y acciones concretas en favor de la recuperación democrática. Cada persona con liderazgo tiene una responsabilidad al respecto y el más próximo al que podemos pedírsela es al presidente de nuestro país.
Es sabido que Boric ha girado en sus posiciones sobre las conductas y gobiernos que denigran la democracia más que una veleta sureña. No es necesario recordar que después de validar las barricadas octubristas, de visitar a terroristas fugados y de ensalzar al mismísimo Maduro a través de una colección de tuits, hoy se esfuerza por superar ese pasado. Sus intenciones y esfuerzo personal son elogiables, pero su alianza de gobierno no lo acompaña porque nació al alero de un proyecto refundacional que puso en jaque nuestras tradiciones democráticas y porque el Partido Comunista es el más influyente de su gobierno y, a la vez, el primer aliado de la dictadura venezolana en nuestro país.
A estas alturas romper relaciones diplomáticas no es el meollo del asunto porque, después de todas las vejaciones que ha recibido Chile desde Caracas, esa señal sería baladí para el chavismo. De hecho, Venezuela ya decretó la expulsión de nuestro embajador.
El desafío más importante del gobierno —después de condenar la dictadura de Maduro como tal— es desembarazarse de una vez por todas del PC. Esa sería la mayor muestra que podría dar Boric de su compromiso con la democracia ante la región y la comunidad política internacional: decirle claramente al PC que no puede seguir aguantando su defensa de gobiernos totalitarios ni sus crueles silencios ante la tragedia venezolana; decirle de una vez por todas que deje de refugiarse en las asépticas palabras de la vocera porque su falta de compromiso con la democracia hace incompatible un camino común.
Es el momento oportuno para esta decisión. Si Boric la elude —por falta de carácter, de convicciones o de coraje— sólo irá en desmedro de su gobierno y lo condenará ineluctablemente a la irrelevancia porque es hoy cuando las credenciales democráticas deben ponerse sobre la mesa.