Por José Ignacio Palma
Revista Suroeste, 23 de mayo 2024
Con ocasión de los 20 años del intercambio entre Joseph Ratzinger con Jürgen Habermas, el pasado 8 de abril tuvo lugar el diálogo “Razón y religión en el debate público chileno”, un evento organizado en conjunto por la Fundación Jaime Guzmán y la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Carlos Peña y Carlos Frontaura fueron los convocados a participar del diálogo: un no creyente y un católico que, como Ratzinger y Habermas, buscaron abordar aquellas tensiones que habitan subterráneamente el alma del occidente moderno.
Es difícil encontrar un marco de referencia más claro para comprender el asunto de la fe y la razón en el mundo contemporáneo que el otorgado por estos pensadores alemanes en la Academia Católica de Baviera. La pregunta “acerca de si el Estado liberal y secularizado se sustentaba en presupuestos normativos que él mismo no podía siquiera garantizar” (Habermas) o “de cómo las culturas, al encontrarse, pueden hallar bases éticas capaces de fundar adecuadamente la convivencia entre ellas y construir una estructura jurídica común responsable del control y del ordenamiento del poder” (Ratzinger), es la pregunta subyacente a prácticamente a todo intento por explicar el fenómeno moderno. Ella admite también la siguiente formulación (un poquito más sencilla): ¿es capaz la razón de construir un orden político y social que prescinda de la religión?
Sin la pretensión de imitar, por supuesto —más bien de rendir homenaje—, el diálogo entre Carlos Frontaura y Carlos Peña buscaba ofrecer lineamientos u orientaciones para responder a dicha pregunta (asumiendo, humildemente, la complejidad del ejercicio). Dado lo breve del espacio, no pretendo aquí realizar un análisis comprehensivo de lo que fue este intercambio. Quien quiera hacerse de una opinión acabada respecto del tema, deberá leer la conversación entre Ratzinger y Habermas, y luego escuchar o leer el intercambio entre Frontaura y Peña [1]. Lo que se expone más bien aquí es una lectura concisa de los puntos nucleares del debate.
Una primera cuestión que parece importante destacar es que en la intervención de Carlos Peña —así como en la de Habermas— queda de manifiesto una cierta actitud esquiva frente a la pregunta por la verdad. No es que el rector de la Universidad Diego Portales no posea un pensamiento normativo propio; cualquiera que siga sus columnas dominicales o lea sus libros ―”Lo que el dinero sí puede comprar”, “Pensar el malestar”, “La política de la identidad” y tantos otros― entenderá más o menos a lo que me refiero. Pero no se atisba en este diálogo una intención real de hacerse cargo, desde su pensamiento, del potencial de verdad que hay en las posturas religiosas y/o metafísicas propias de la tradición clásica y cristiana. El pluralismo contemporáneo aparece en sus palabras como un hecho de la causa que valdría más bien asumir; desafiarlo resultará tan productivo como intentar negar que el pasto es verde o que el sol emite luz. Dicho de otro modo, para Peña cualquier postura normativa que reclame abrazar una certeza sobre la vida buena es bien valorada en cuanto aporte a la arena pública; pero ante la pregunta si acaso una postura religiosa “atesora una verdad” o no, debemos conformarnos con la respuesta “por ahora no lo sabemos” (Peña, C.; en “Razón y religión en el debate público chileno”). Un “por ahora” que, sin embargo, pareciera nunca llegar a puerto.
La invitación que hace Peña a los católicos a “participar con entusiasmo en el debate público”, o el llamado de Habermas a los ciudadanos secularizados a “no negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad” (Habermas, J.; “Dialéctica de la secularización”), aparecen así como un gesto cordial que permitiría a primera vista ilusionarse. Pero si hacemos el ejercicio straussiano de “leer entre líneas”, es más o menos claro que no cabe en la cabeza ni del chileno ni del alemán la posibilidad de que el catolicismo logre convencer en la manera que internamente está llamado a hacerlo. No en la arena pública.
Ahora bien, un espacio público sin pretensión por alcanzar la verdad, arriesga convertirse en un diálogo de sordos. La promesa de la acción comunicativa habermasiana, o de la razón pública rawlsiana, que exhorta a católicos y cristianos en general a argumentar con razones que “todos podamos en principio aceptar” —como bien resume Carlos Peña— se estrella con aquello que Frontaura llama “una pérdida de gramática común” o “confusión de lengua”. Esta pérdida de un terreno común para dialogar se hace absolutamente evidente en el “concepto de dignidad humana ¿qué significa? ¿Cuáles son sus límites? [se puede usar] para estar a favor de la eutanasia o para estar en contra de ella” (Frontaura, C.; en “Razón y religión en el debate público chileno”). Se trata de la misma confusión de lengua que se constata en el uso del concepto “derechos humanos” ¿de qué otra manera cabría concebir el sinsentido que proclama la izquierda chilena, según el cual los derechos humanos solo pueden ser violados por el Estado? No por nada Ratzinger enfatiza en la necesidad de complementar la tradición cristiana de los derechos con “una doctrina de los deberes y límites del hombre” (Ratzinger, J.; “Dialéctica de la secularización”); hay conciencia de que los conceptos se nos escaparon de las manos.
Los alcances de este desorden en nuestro lenguaje moral, como lo llamara MacIntyre, tiene alcances insospechados: no solo dignidad y derechos humanos, también “«virtud» y «piedad» y «obligación» e incluso «deber» se convirtieron en algo distinto de lo que una vez fueran” (MacIntyre, A.; “Tras la virtud”). Visto así el asunto ¿qué posibilidades reales hay de ofrecer razones entendibles por todos en la esfera pública? Que los conceptos “comunicación” y “común” compartan raíz etimológica, como alguna vez me señalara el mismo profesor Frontaura, está lejos de ser un dato anecdótico: a riesgo de redundar, es evidente que para comunicarnos requerimos compartir significados en común.
A estas alturas (en el caso chileno, con dos fracasados procesos constituyentes de por medio), descansar en la posibilidad de un consenso traslapado —nos ponemos de acuerdo en los conceptos, más no en los fundamentos de los mismos— parece más bien el optimismo infundado de quien cree que seguimos discutiendo entre católicos y kantianos, o el gesto de buena crianza propio de quien, no temiendole a las consecuencias de renunciar a la pregunta por la verdad, adhiere a un pluralismo militante que no está dispuesto a declarar.
Esta no es, por supuesto, una invitación a renunciar al diálogo, sino a complementar el diálogo con un renovado sentido de misión. Como bien destaca Pablo Blanco, “Ratzinger no ve oposición entre ambas instancias —diálogo y anuncio—, sino una mutua complementariedad” (Blanco, P.; “Teología, Vaticano II y Evangelización según Joseph Ratzinger/Benedicto XVI”). Así lo señala también el profesor Frontaura: en parte, el proceso de purificación mutua entre fe y razón que sugiere el Papa en su conversación con Habermas, es la respuesta ante la tentación de todo cristiano de confundir la virtud de la esperanza con una reticencia a “ensuciarse” con los problemas del mundo. “Esa es una esperanza falsa y no cristiana”, nos dice el profesor. Pero es esa misma fe la que permite a su vez desengañarse respecto de la excesiva confianza que poseen los modernos en la técnica (confianza que por lo demás, también se ha apoderado de muchos católicos).
Uno de los acuerdos entre Frontaura y Peña es que la ciencia moderna, entendida como mera racionalidad técnica, no responde a la pregunta por el sentido. Llevado a los términos de Ratzinger y Habermas, no es la ciencia la que provee a las democracias liberales de los presupuestos normativos o morales que las hacen posibles. Sin embargo, no se puede pretender valorar el aporte que realiza el cristianismo a la hora de “insuflar” sentido, sin al mismo tiempo comprender que ello no ha sido el resultado de una mera “oferta de espiritualidad” (la Biblia no es un libro de autoayuda), sino de una profunda vocación evangelizadora que parte por el prójimo y se eleva a lo social. Algo de esto adelantaba el profesor Frontaura en su entrevista en revista Vértice:
…la incapacidad que hemos tenido los cristianos de definir la nueva relación que debemos tener con este mundo, que ya no es cristiano en sus bases, nos ha llevado a cometer muchos errores, al no buscar el camino adecuado para volver a lo fundamental, que es la conversión. El historiador José Orlandis, hace años, mostraba cómo Europa fue varias veces evangelizada. Así ocurrió con los romanos, con los germanos, con los reinos que nacieron de ahí, etc. Cada cierto tiempo fue necesario renovar la misión. Me pregunto, entonces, ¿cuándo los cristianos de estos lares nos vamos a tomar en serio ese desafío? Lo que necesita el pensamiento cristiano no es necesariamente una mayor o menor vinculación con el poder político, o más crucifijos en los colegios (que ojalá existan), o asuntos por el estilo. Nos tenemos que tomar en serio que nuestro proceso es de misión, conversión y reconversión. (Frontaura, C.; Entrevista: “Todos los intentos de conciliación entre el cristianismo y la modernidad han fracasado”)
Dicho de otra manera, toda sociedad que alguna vez haya operado sobre presupuestos éticos de orden cristiano, o de un “cristianismo cultural”, como le gusta llamarlo a algunos, fue antecedida por un proceso de evangelización. Ni la Europa de Carlomagno, ni la España de los reyes católicos, ni el occidente ilustrado —de fundamentos cristianos, aunque ahora secularizados— llegaron a abrazar la idea de la dignidad humana y sus derivados sin antes tomar conciencia de que Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, y que nos ama al punto de entregarnos a su propio hijo para sembrar un camino de esperanza. La Cristiandad y los pueblos que le sucedieron fueron el resultado de un proceso arduo de evangelización, plagado de mártires, de dolor, pero por sobre todo de gracia divina y fe en el Señor.
El reclamo de Ratzinger, que acusa que “el hombre de hoy puede exhibir con bastante seguridad allá donde esté un certificado de bautismo, pero no unas convicciones cristianas” (Blanco, P.; “Teología, Vaticano II y Evangelización según Joseph Ratzinger/Benedicto XVI”) surge como una interpelación tanto a la modernidad como al católico mismo. Está muy bien el diálogo, pero solo en la medida que este presuponga el apostolado misionero, que es la actividad propia y distintiva del creyente —su fin en sentido aristotélico—, es que logrará encaminarse hacia su destino que es la verdad.