Por Jorge Jaraquemada
El Líbero, 19 de mayo 2024
El sistema político chileno presenta evidentes problemas y requiere ser sometido a una reforma que permita que discusiones relevantes para la ciudadanía puedan ver la luz de buenos y sensatos acuerdos. En su defecto, sólo seguiremos acumulando frustraciones. Esta coyuntura tuvo su origen en la fisión que provocó en nuestro sistema de partidos la reforma electoral de 2015. A partir de ahí, han surgido actores que, luego de ser electos con escasos porcentajes de votación, afirman su popularidad en consignas populistas que empatizan con pequeños nichos electorales. Esto sólo contribuye a la polarización, la irresponsabilidad política y, por ende, al descrédito del Parlamento en el que los acuerdos se vuelven más escasos, efímeros e inciertos. La elección de la última mesa de la Cámara de Diputados fue un ejemplo ilustrativo.
Los más perjudicados son los partidos políticos, como instituciones que deben canalizar las demandas ciudadanas y representar a sus electores ante las diferentes tramitaciones de proyectos de ley. La responsabilidad de esta situación es compartida. Si bien han sido los mismos partidos quienes impulsaron y aprobaron la reforma electoral del año 2015, también es cierto que la irrupción de los movimientos sociales -posible dada la desidia de los partidos de canalizar, representar y acordar- ha significado que la adhesión se vuelva coyuntural. Es decir, las personas se dejan seducir por causas que no requieren mayor compromiso que el que demanda una marcha. Así también, sus líderes no tienen una jerarquía ante la cual responder y, por lo mismo, ninguna obligación de la cual hacerse cargo. A diferencia de los partidos, que sí deben dar cuenta de sus decisiones y acciones de sus militantes.
Esta lógica se ha instalado en el quehacer político del Parlamento. Es cotidiana la aparición de díscolos -que no comparten los horizontes de los partidos que les dieron un cupo- que, luego de ocupar la estructura partidaria para ser electos, renuncian al partido y se dedican a defender sus intereses propios para mantener alguna cuota de poder en el Congreso. De hecho, 17 parlamentarios renunciaron a distintos partidos políticos después de ser electos. Este problema se agudizó durante la anomia octubrista y fue parte de la discusión durante el segundo proceso constitucional. Meses después del último plebiscito, las fuerzas políticas siguen considerando prioritario este tema.
Chile necesita un Congreso que goce de gobernabilidad. Esto implica introducir cambios a su funcionamiento que impulsen la moderación para alcanzar buenos consensos y una relación más expedita entre los poderes colegisladores para concretar las agendas de preocupación ciudadana, cuestión medular para saldar la deuda de confianza y distancia con la política. El escenario es propicio porque son los mismos partidos quienes no desean alargar la discusión hasta las elecciones del próximo año. El rol del Presidente de la República es crucial. Se requiere su liderazgo para contar con el apoyo de su coalición y cruzar puentes de acuerdo con la oposición.
Para quitar espacio a los actores que actúan como bisagras, la reducción de diputados se vuelve inminente. Hoy, aunque parezca paradójico, hay 44 diputados independientes en el Congreso. Bien podrían denominarse una “bancada” -por el poder que tiene cada uno- a pesar de lo heterogéneo que resultan en conjunto. Se necesita poner un coto al sistema electoral para impedir que sigan eligiéndose diputados con pocos votos para que finalmente terminen atrincherándose en sus propios nichos e intereses.
También hay consenso en fortalecer a los partidos políticos, que siguen manteniendo distancia con sus representados por los motivos esbozados. El contexto sociopolítico justifica la reducción del número de partidos actualmente existente para facilitar la discusión y el avance de proyectos de alto agobio público. Establecer un umbral de elección del 5% es sensato, pero insuficiente. La indisciplina parlamentaria, los díscolos y las posiciones impredecibles al interior del Congreso no son patrimonio único de los independientes.
Por esto, lo que antes se llamó “órdenes de partido”, ha vuelto a ser discutido, no sin resquemores. Esta tensión da cuenta de una crisis de liderazgo y doctrina que hoy es un problema para las cúpulas dirigentes y se ha reflejado en votaciones que contradicen tanto declaraciones de principios de los partidos como también sus proyectos políticos. No compartir ni lo uno ni lo otro, sin ninguna responsabilidad de la cual hacerse cargo, debilita a los partidos en la medida que nada hace la diferencia con cualquier movimiento social y, además, afecta su imagen ante la ciudadanía por el rol -o ausencia de éste- que están llamados a cumplir sus líderes.
La reforma a nuestro sistema político es necesaria y urgente, pero no suficiente, pues el problema también es de cultura política. Con menos partidos igual habría diferencias ideológicas en materias que apremian a la ciudadanía, como pensiones, salud, seguridad, etc. Basta mirar las posiciones encontradas entre oficialismo y oposición para notarlo. La llamada “democracia de los acuerdos” se logró entre la centroderecha y la Concertación cuando ésta era un conglomerado formado por 17 partidos. En consecuencia, también necesitamos mejores políticos, formados en un clima moderado y cuyo horizonte sea el bien común antes que cada ideología. Sólo así desataremos los nudos que agobian la vida cotidiana de los chilenos.