A tres semanas del cambio de mando presidencial parece juicioso considerar una dimensión más en los distintos análisis sobre el legado del gobierno de Michelle Bachelet, cual es el pragmatismo que marca el estilo inicial del nuevo Ejecutivo. La estrategia de instalarse en los puntos donde convergen los chilenos en virtud de sus prioridades y sensibilidades ha sido validada transversalmente en el oficialismo. Dicha decisión, sin embargo, pone a la UDI en la encrucijada de definir su rol en la coalición gobernante.
Recuperar el crecimiento económico, mejorar el Sename y modernizar en general el Estado, avanzar en paz en La Araucanía, junto con no intentar revertir el aborto ni el proyecto de identidad de género, son señales que buscan ganar el sentido común de la opinión pública. Sin embargo, aquel camino, justificado en el horizonte de gobernar al menos dos períodos consecutivos, supone riesgos que enfrentan los intereses que definen (y tensionan) a la política. La búsqueda del poder del Estado se sustenta en proyectos de sociedad y estrategias valoradas moralmente, pero avanzar en ese afán supone la mayoría de las veces ceder parte del contenido del proyecto.
De acuerdo a este escenario, el rol de la UDI pasa a ser un bien escaso, en tanto que el andamiaje doctrinario que la soporta e impulsa su performance se diferencia del resto de partidos que existen hoy en la coalición oficialista. El sentido común seduce a los diferentes partidos a moverse hacia el centro, cuestión que pálidamente también tienta a algunos en la calle Suecia. Sin embargo, vestirse de ropajes liberales y asumir el pragmatismo como modus operandi puede significar un costo muy alto para la UDI. Como en política siempre hay alguien dispuesto a ocupar espacios de poder vacíos o relatos que quedan sin autores, un desplazamiento hacia el centro debe ser leído como una pérdida y una apuesta a la vez. Pérdida de parte de su militancia conservadora, y una apuesta por captar a grupos que históricamente la identifican como un partido no liberal (Derrida afirmaba que toda decisión es el sacrificio de otro porvenir).
En un imaginario social en vías de descomposición, donde reina la demanda por mayor autonomía de las voluntades (muchas veces a costa de la dignidad de los más débiles), la UDI tiene una oportunidad de ocupar un espacio que hoy por hoy parece preocupar poco a los partidos, cual es fortalecer la sociedad civil y las instituciones que la conforman. Ello implica volver a imbricar el bien común con la política desde una apuesta por restituir el sentido unitario de la vida en sociedad. Los intereses individuales y de grupos vociferantes que no reparan en la deuda con el otro como elemento fundante de la sociedad dejan por omisión un espacio para que partidos como la UDI recobren protagonismo.
En escenarios sociales y políticos fragmentados, donde escasean los proyectos de sociedad en los conglomerados (por eso los temas llamados “valóricos” quedan reservados a la conciencia de cada quien y se evita discutirlos en bloque), la UDI tiene un espacio enorme para diferenciarse e influir. Casualmente, ése era el propósito de su fundador, Jaime Guzmán.
Claudio Arqueros, El Líbero, 27 de Marzo de 2018