Una decena de personas esperaba en el pasillo de llegadas internacionales el vuelo desde Suiza. Con carteles y vítores, emulando a las más eufóricas groupies que tenían los rockeros en los 80, familiares y amigos se abalanzaron sobre Patricio Ortiz. Gritos, consignas y abrazos fueron el cóctel de entrada. Inmoral. Ortiz no es un afamado músico ni el futbolista del momento. Ortiz es un terrorista.
Este tipo de actos no son nuevos en nuestro país, sino que corresponden a un síntoma de la podredumbre de quienes ven en el asesinato y el secuestro dosis de heroísmo y resistencia. Así es como han hecho transitar públicamente a los frentistas de victimarios a víctimas, con plumas cómplices que se plasman en literatura barata y medios de comunicación que desde posiciones ideológicas han alcanzado una masividad peligrosa.
Y pareciera que esta liviandad a la hora de juzgar los crímenes cometidos por los miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez se ha trasladado también a una clase política incauta y desmemoriada que, fuera de condenar lo evidentemente condenable, tranquilizan sus conciencias repitiendo historias reinterpretadas que rayan el realismo mágico macondiano propuesto por García Márquez.
Pareciera que ser terrorista es rentable y digno de popularidad. Por eso cabe preguntarse: ¿Qué le pasa a Chile? Sin duda hemos caído en una retórica que ha romantizado el ser frentista, dejando atrás la realidad de aquellos que han sufrido las consecuencias de esa idealización. Madres que perdieron a sus hijos que fueron baleados por miembros del FPMR o padres que por largas semanas no supieron del paradero de sus seres queridos. Sabemos que la izquierda se ha vuelto experta en reescribir la historia, pero la inmoralidad de esta campaña internacional por limpiar el rostro de aquellos que hasta hace poco lo tenían manchado con sangre, supera un límite. Quienes antes empuñaban armas, hoy levantan copas de espumante para celebrar la impunidad con altas ex funcionarias de Gobierno. Y eso, al menos, debiese inquietarnos.
Porque, al parecer, que Ricardo Palma Salamanca haya asesinado y secuestrado no es problema para la Sociedad de Escritores de Chile ni para el jurado que otorgó fondos del Banco Estado para financiar el documental “Negro: Crónica de un fugitivo”. No me queda más que pensar que en estas instituciones actúan mentes perversas que, así como hoy le dan espacio a un torturador, mañana puedan abrir sus puertas a violadores, ladrones y estafadores.
No nos convirtamos en eso. Estoy seguro que la sociedad chilena puede más, y debe dar más. No demos espacio a las dobles lecturas ni reinterpretaciones. No validemos los crímenes ni pongamos capa de superhéroe a quienes solo merecen estar tras los barrotes de una cárcel. Porque si permitimos que se corran los límites morales, luego no nos quejemos del Chile que a futuro vivamos.
Francisco Ramírez, El Líbero, 11 de febrero de 2019