Nuestro último lustro estuvo marcado por la irrupción de los movimientos feministas. De hecho, el último ciclo político, caracterizado por la ebullición de diversos malestares, no se entiende sin ellos. Primero fueron las tomas feministas en universidades durante 2018 y luego diferentes performances, como aquellas de Las Tesis, que desafiaban el marco institucional, promovían y realizaban funas, viralizaban sus denuncias y se permitían generalizar la culpabilidad, como aquella que espetaba con violencia “el violador eres tú”. Acusación que se replicaba por doquier invitando a sumarse a autoridades y líderes de opinión, como si se tratara de una coreografía lúdica.
Las expresiones y motivaciones feministas estuvieron acompañadas de una literatura que daba cuenta de una ola avasalladora, con premisas que superaban la demanda por un trato igualitario o un reconocimiento del rol de las mujeres. El discurso dejó de ser críptico y se hizo explícito hasta proponer nuevas formas de terminar con los binomios y la solidez de las identidades sexuales, y avanzar decididamente hacia un enfrentamiento entre hombres y mujeres que pusiera término a esa cultura patriarcal que era la supuesta causa de odiosas consignas y reclamos.
Entramos a un momento político dominado por el relato feminista. El discurso predominante apostaba por una nueva forma de entender las relaciones personales, sociales y políticas. Entre medio las reacciones de los políticos -con algunas excepciones- denotaban una entusiasta adhesión a esos discursos y a sus propuestas. Toda ministra de la Mujer se consideraba feminista sin reparar, por ejemplo, en el excluyente sentido de consignas como “ni la paca ni la cuica”.
El actual gobierno se definió feminista de tomo y lomo. Pero su primera prueba fue la de Monsalve y se sabe cómo terminó. El discurso feminista gubernamental se precipitó por un barranco que magulló a los movimientos y a los discursos políticos e intelectuales que intentaron instalar el nuevo imaginario. Después de la frase de Boric “una denuncia no constituye delito”, los silencios de todos los que debieron decir algo al respecto fueron más grandes que la catedral de Sevilla.
Ocurrió algo similar con la acusación contra el Mandatario. Luego de mantenerla en un largo silencio, fue rápidamente desestimada por la vocera, quién no dudó en señalar que dicha denuncia “no tiene pies ni cabeza”. Por si fuera poco, se ha sabido de otras denuncias por acoso sexual -también ocurridas en La Moneda- que fueron mantenidas, otra vez, bajo llave. Y hace unos días nos volvimos a enterar de una más, esta vez por maltrato. En todas ellas la falta de reacción ha sido similar.
Los silencios y la nula reacción social, universitaria e intelectual frente a esas denuncias son una afrenta ominosa para la promesa feminista, aquella que ofrecía un nuevo trato que abarcaría todas las capas de la sociedad. A pesar de su evidente arraigo ideológico en élites académicas y sociopolíticas, los diferentes feminismos dejaron en suspenso su juicio frente a estos casos. Y esta falta de pronunciamiento implica una traición a su propia identidad y convicciones.
No hubo ninguna urgencia para reaccionar, ni del gobierno ni de los liderazgos políticos y sociales, ni tampoco de los movimientos feministas. Más bien hubo sigilo, sosiego, suspensión imperturbable del juicio crítico -toda una “epojé” filosófica- que da cuenta que el relato feminista se desmoronó o nunca tuvo consistencia y que ahora se enfila hacia el fracaso porque choca con las intuiciones que son parte de las reacciones humanas -como queda de manifiesto con la expresión presidencial: “Manuel, avísale a tú familia”- y también porque se estrella contra el derecho.