Por Jorge Jaraquemada
Publicado en El Líbero, 1 de abril de 2023
El 1 de abril se cumplieron 32 años desde que un grupo terrorista cegó la vida del exsenador Jaime Guzmán Errázuriz. En estas tres décadas han surgido voces que le atribuyen una concepción restrictiva de la subsidiariedad constreñida mayormente a su ámbito negativo (el Estado debe abstenerse de intervenir) y, derivan de ello, que su aplicación práctica en Chile fue a la usanza liberal, es decir, favoreciendo que el Estado se reste de toda injerencia en los ámbitos económico y social.
Dos prevenciones previas. Primero, aclaremos que nos resulta evidente a la luz de los datos empíricos de crecimiento del Estado, creación de nuevos ministerios y superintendencias, agendas regulatorias y variados programas sociales, que el Estado no ha sido precisamente prescindente en ese lapso. Segundo, que está claro que Chile adoptó la subsidiariedad como criterio predominante en política y derecho por influencia de Jaime Guzmán. La Constitución que nos rige es una clara expresión, donde sin necesidad de usar el término subsidiariedad, esta se plasmó meridianamente en su texto. Y a pesar de las múltiples reformas, ese andamiaje se ha mantenido y la ha dotado de una identidad. Para algunos un sello virtuoso y para otros (las diversas izquierdas) irritante, nefasto, tramposo, etc.
Jaime Guzmán estuvo lejos de predicar la mera abstención del Estado. Para él la subsidiariedad es un principio integral y moral, no meramente económico, pues se funda en la primacía de las personas respecto del Estado y del deber de este de servir a aquellas. En su dimensión negativa la subsidiariedad es un límite a la acción del Estado para que no reemplace las actividades de las personas o agrupaciones intermedias de la sociedad (por ejemplo, la familia). Y en la positiva implica que el Estado sí intervenga para ayudar a personas y sociedades a desplegar su iniciativa e impedir abusos. En cada acción del Estado la dimensión positiva colabora con la negativa: lo importante no es si aumenta o disminuye el tamaño del Estado sino bajo qué horizonte auxilia y se hace presente.
Como principio ordenado a la justicia, su aplicación práctica requiere prudencia. Durante el gobierno de la Unidad Popular, Jaime acentuó la dimensión negativa por una obvia reacción a la realidad concreta de esa época. Decía: “(..) el Estado ha ido invadiendo y controlando progresivamente los más variados campos de la actividad nacional (..) su función de coordinación y subsidio (..) ha cedido paso a una función rectora cada vez más extendida; dotado para ella de un poder sin contrapeso, se ha convertido potencialmente en una especie de árbitro supremo del destino de cada ciudadano y de cada agrupación humana” (Jaime Guzmán. El miedo: síntoma de la realidad político-social chilena, Portada Nº2, 1969).
Era lógico, en ese contexto situacional, que buscara contener el omnipresente poder del Estado que asfixiaba las libertades de personas y grupos. Pero Jaime no se limita a enfatizar sus restricciones sino también enfatiza sus tareas positivas, concluyendo que no existe incompatibilidad entre subsidiariedad y que el Estado sea “un activo gerente del bien común” (Jaime Guzmán. ¿Socialización en Mater et Magistra?, Fiducia Nº8, 1964). Una década después y en circunstancias nacionales muy distintas, cuando la Comisión Ortuzar discutía la consagración constitucional de la libre iniciativa privada, él se opuso a la propuesta de incluir una norma que prohibía que el Estado desarrollara actividades económicas. Argumentó que estar a cargo del bien común es una tarea propia del Estado –que los privados nunca podrán realizar– y que incluye facultades de “regulación, control, orientación, estímulo, etcétera”. Así como también señaló que es tarea del Estado emprender actividades, de manera subsidiaria, que los privados sí pueden realizar, pero que no hacen, y que son necesarias para el país o el bien común (Actas Oficiales de la Comisión Constituyente. Sesión vol. V: 163ª, 1975).
Meses antes de ser asesinado, Jaime reiteró la dimensión positiva señalando en un discurso en el Senado que la subsidiariedad es fundamental para que en la sociedad primen “la libertad, el progreso, la justicia y el principio de solidaridad, pues son esenciales al bien común”, y que el rol del Estado es asumir las tareas que no pueden hacer las personas ni sus agrupaciones, entre las cuales destacó “la acción redistributiva que se requiera para eliminar la miseria y promover crecientes oportunidades para todas las personas” (Intervención del senador Jaime Guzmán Errázuriz: Indefinición del Gobierno acerca del papel del Estado. Diario de Sesiones del Senado, Legislatura 320ª, Ordinaria, Sesión 15ª, 10 de julio de 1990).
Es decir, para Jaime Guzmán el Estado no es un mero espectador de la acción de los privados y sus tareas no tienen que ver con su tamaño sino con la justa necesidad de acometer una actividad que no puede ser delegada. La magnitud de su acción es una cuestión de prudencia sujeta a circunstancias concretas y a criterios diversos, pero sobre todo al fin al que se orienta: el bien común. Tiene una visión integral donde distingue claramente en el terreno práctico y concreto –no olvidemos que antes que un intelectual Jaime era un político– que la subsidiareidad es un criterio que orienta la acción, no una regla pétrea. Bueno sería que algunos se olviden de sus rencores contra Guzmán y dejen de apuntarlo como chivo expiatorio
cuando ya no pueden discutir con él. También que otros asuman que el aumento persistente del tamaño del Estado, entre 1990 y 2019, no evitó el 18 de octubre y, en consecuencia, habrá que ver si la actuación de los gobernantes fue prudente de acuerdo con las circunstancias imperantes. No estamos ante un problema cuantitativo sino cualitativo.
Privilegiar la fase negativa de la subsidiariedad en un momento concreto no es sinónimo de un Estado ausente o mínimo, pero sí apunta a no ser asistencialista, ni ahogar la libertad de las personas. Es decir, precisamente lo contrario de lo que buscaba el defenestrado texto constitucional de la Convención y de lo que aspiran la mayoría de las izquierdas en nuestro país. Por eso, en este nuevo proceso constitucional, más que preguntarnos si es compatible la subsidiariedad con el Estado social entre quienes tenemos diferencias de énfasis y matices, convendría preguntarles a las izquierdas si están dispuestas a sumir esas premisas de compatibilidad.
El desarrollo integral de las personas, como parte constitutiva del bien común, es la respuesta –apegada al pensamiento pontificio– que siempre resonará en Jaime Guzmán. No hay individualismo, ni negación del Estado; hay supremacía de la persona porque es anterior al Estado y a la sociedad. Más Estado, por sí mismo, no asegura ni mejor ni peor subsidiariedad.