Por Jorge Jaraquemada
Publicado en Diario Financiero, 10 de octubre de 2023
El sistema de seguridad social se ha venido discutiendo en dos frentes en los últimos meses: en el nuevo texto constitucional y en la propuesta de reforma del Gobierno. El Consejo Constitucional consagró un derecho donde el Estado garantiza pensiones para la vejez, sea que las otorguen entidades públicas o privadas, y reconoce la propiedad de los trabajadores sobre sus cotizaciones y la facultad de elegir quién las administra e invierta.
Esta norma interpreta la opinión invariable de la ciudadanía por la propiedad individual de esos ahorros, su heredabilidad y la libertad de elegir, manifestada enfáticamente desde que la Convención quiso hacer reingeniería fundacional con el sistema previsional.
La reforma de pensiones del Gobierno adolece de un problema político y de otro técnico. Políticamente, colisiona frontalmente con la norma constitucional recién aprobada. Técnicamente, mejoraría sólo las pensiones de los actuales jubilados, pero deteriorando aquéllas que recibirán quienes se jubilen en el futuro. Este mejoramiento no sería masivo ni sostenible, porque la reforma no se hace cargo de las variables que inciden en el monto de las pensiones: eleva la tasa de cotización, pero la destina a reparto, y nada dice sobre la continuidad de los aportes ni la edad de jubilación. Peor aún ―atendiendo el estándar fiscal de eficiencia y cuidado de los recursos públicos de los meses recientes― socavaría el sistema de capitalización en aras de un albur de alto riesgo.
La PGU ya fue una solución eficaz para el 60% de los pensionados que ahora percibirán una pensión igual o mayor al 70% de su última remuneración. En un esfuerzo adicional, se podría vincular a la línea de la pobreza, premiando los años cotizados e incentivando a quienes posterguen su edad de jubilación, pues cada año que se retrasa tiene el efecto de aumentar en un 7% la futura pensión. Y si de verdad se quisiera estimular la competencia ―curioso en un gobierno que cree en los monopolios estatales― no es necesario separar la industria, bastaría con poner fin a la licitación de nuevos afiliados para estimular la competencia por precio. De hecho, las comisiones venían bajando gradualmente hasta que se optó por licitar y, desde entonces, se estancaron.
En este contexto, resulta contraintuitivo negociar un acuerdo entre Gobierno y oposición. ¿Por qué es imperioso? ¿Es aceptable una reforma que ―subrepticia o explícitamente― propone avanzar en un sistema de reparto que ha demostrado su ineptitud? ¿Tiene buen augurio un galimatías que combina, a pie forzado, elementos de un sistema con los de otro? ¿Es sano usar las pensiones para moneda de cambio? No. En el ámbito previsional, decisiones erróneas, que privilegian la ideología o intereses particulares, antes que los datos y la experiencia técnica, pueden tener efectos muy perniciosos y permanentes para las personas.