Por Jorge Jaraquemada
Publicado en La Tercera, 9 de septiembre de 2022
El voto voluntario se instauró en Chile a partir del año 2013 y desde ahí nos fuimos acostumbrando paulatina, pero sostenidamente, a una baja en la participación electoral. Esto cambió en las últimas jornadas electorales que hemos tenido hasta llegar a empinarse al 55,65% en la segunda vuelta presidencial de 2021. Pero ese máximo entusiasmo electoral alcanzado con voto voluntario no es siquiera comparable con la histórica participación del 85,75% que marcó el plebiscito del domingo 4 de septiembre donde, excepcionalmente, el voto era obligatorio.
El carácter obligatorio del voto, que se tradujo en esa altísima votación, es una buena noticia para nuestra democracia por varios motivos. Primero, porque la participación de los más de 13 millones de chilenos permitió conocer diáfanamente el juicio de los electores sobre los contenidos de la propuesta constitucional sometida a ratificación plebiscitaria y sobre el proceso que la precedió. Segundo, porque transversalizó el interés por concurrir a los locales de votación, pues no hubo diferencias significativas en la participación de grupos socioeconómicos altos y bajos, de modo que las mismas personas que más urgencia tienen por mejorar su calidad de vida pudieron expresarse e influir con su decisión, potenciando así un objetivo medular de las democracias, como es la igualdad del voto. Y tercero, porque toda comunidad política auténtica enriquece su convivencia, reafirma sus aspiraciones de justicia y fortalece su propia libertad a través de la participación.
El acto de depositar el voto en la urna, sea lo que sea que haya decidido quien ejerce su opción libremente al marcar la papeleta, siempre tiene un significado importante. El resultado del domingo es el mejor ejemplo de ello.